Una cena entre Irene y Miguel en cassa de ésta, una dorada a la sal, Miguel se lanza a la aventura, toma su mano, la acaricia...
Javier Zaldivar termina así su historia:
La calentura de Irene había comenzado tiempo antes, nada más ver aparecer a Miguel por la puerta, tan guapo, tan limpio. No tenía nada que ver con el macarra que conoció días antes. Estaba completamente excitada. En un principio intentó luchar contra esa tempestad interior que la asfixiaba. Era muy prematuro, se decía, pero no comprendía por qué había caído en las redes del más puro instinto sexual, que emergió de un modo incontrolable. Se rindió, no tenía más alternativa. -Mañana me arrepentiré y me fustigaré eternamente-, se decía. Tenía una de esas fantasías que nunca se realizan por mera vergüenza o por falta de oportunidad. Llegó el momento de ponerla en práctica: acariciar la entrepierna del hombre que deseaba con su pie. Éste iba enfundado en una media de lycra negra, poco tupida, que dejaba entrever los dedos. Tenía unos pies muy bonitos, bien formados, armoniosos, con dedos no muy grandes, uñas perfectamente recortadas y sin lacar. El respingo de Miguel ante semejante contacto fue irremediable. Por un momento no sabía qué estaba ocurriendo. Tras unos segundos de titubeo, se dejó hacer. Comprendió que en esta vida la espera no tiene sentido. Estaba ansioso de estar con una mujer, no lo podía negar. Ese momento había llegado. Se dejó llevar por sus sentidos. Al instante, su entrepierna bullía y crecía, le abultaba tanto en el pantalón que creía que iba a estallar. Comenzó a acariciar el pie de Irene con delicadeza, masajeándolo, exprimiéndolo. De reojo la observaba con los ojos entreabiertos, con una respiración profunda y pausada, dejándose ella llevar por un placer distinto, el cual desapareció momentáneamente al notar un chasquido. La media estaba rota. Por un instante tuvo un atisbo de rabia. -Joder, que me costaron 30 €…-, pensó, aunque el arrebato duró lo que un pastel a la puerta de un colegio. Volvió a sumergirse en una mezcla de relajación y excitación. De pronto contuvo la respiración: notaba la lengua de Miguel entre los dedos de su pie. Aquello era indescriptible. -Hmmm, qué maravilla, que gusto…-. De manera súbita comenzó a contonearse sobre la silla. Era inevitable, jamás había experimentado tal sensación. -No pares, no pares…-, se decía. Miguel, como leyendo su mente, proseguía, aumentando la fuerza de succión dedo a dedo, lamiendo la planta y el dorso del pie. Irene comenzó a tener pequeños espasmos, se agarró al borde de la mesa, moviéndola en bloque y emitió un gemido de placer que resonó en toda la estancia. Había tenido un orgasmo delicioso, como nunca antes recordaba. Se quedó inmóvil, con escalofríos que recorrían toda su piel. Sin mediar palabra, Miguel se abalanzó sobre ella, la levantó en peso y la sentó encima de la mesa frente a él. A Irene todavía le recorría el cosquilleo por la espalda, cuando notó como una sensación de calor le invadía las bragas. Ahí estaba Miguel, empapándose de su olor más íntimo, mojándola con su saliva y su vaho. Succionaba con fuerza a través del tejido. Ella estaba húmeda, excitada al límite. Miguel, de manera delicada, comenzó a pasar la lengua por las ingles, evitando zonas más sensibles. La lengua iba recorriendo lentamente los pliegues de los labios mayores, los menores y finalmente el clítoris. Aquí se detuvo y se recreó en su quehacer, lamiendo reiteradamente, de arriba abajo y hacia los lados. Irene contenía el aliento. Literalmente tenía el coño chorreando, cuyos flujos bebía Miguel con deleite. Metía la lengua en la vagina, la follaba. Recorriéndola con movimientos circulares, lo que hacía aún más crecer el clímax. Entraba y salía de la cueva, corría de arriba a abajo hasta llegar al culo, que lamía detenidamente. Éste se abría y cerraba, como queriendo ser follado con la lengua. Irene jadeaba de nuevo, cada vez con más fuerza, aplastando la cara de Miguel contra su cuerpo. Quería más y más. Mientras él le trabajaba, ella se masturbaba, esparciendo sus jugos por su cara, ofreciéndole los dedos para saborear una mezcla ligeramente salada y con aroma a mujer, que lo hacía con una sensualidad única y más excitante si cabe. Irene no pudo aguantar más la presión y se corrió de nuevo, de manera salvaje, eyaculando una mezcla de líquido vaginal y de orina. Miguel bebía con avaricia, llenándose la boca y relamiéndose una y otra vez. Se puso en pie, se abrió el pantalón. Por fin, su polla podía respirar y expandirse en su totalidad. Era un miembro grueso, no muy largo, pero duro como el granito. El glande estaba amoratado, enhiesto, ingurgitado y a punto de reventar. Parecía una castaña, aunque bastante más grande. Irene se la metió en la boca, lamiendo cada centímetro de carne, succionando hasta el punto de hacer daño. Tragaba la verga con tal maestría que llegaba hasta la raíz. A la vez, acariciaba los testículos como si de dos bolas de golf se tratase. Agarraba el escroto y lo estiraba hacia abajo, al tiempo que engullía todo el miembro hasta la campanilla. El líquido seminal invadía la garganta. Chupaba, lamía y tragaba. Miguel se encontraba volando por el espacio, experimentando tal gusto que se corrió de inmediato. Su semen casi ahogó a Irene. No paraba de eyacular, era una fuente que escupía leche por doquier. Ella, nuevamente excitada, se relamía, mojaba sus dedos en el semen y se lo restregaba por los pezones, ya liberados del sujetador; se chupaba los dedos, y volvía a relamer el falo que seguía tieso como un palo.
Algo más relajados, comenzaron a besarse, esta vez con ternura y cariño, saboreando ambas bocas, con lenguas juguetonas que recorrían labios y encías.
Irene recordó algo. Sacó de un cajón un instrumento alargado, de látex, lo que venía a ser un consolador. Lo empapó de lubricante e invitó a Miguel a que se acostara en el sofá. De manera suave empezó a pasarle la polla de plástico por la suya, que estaba algo fláccida, rodeando el glande y la punta. Con la vibración, la picha se puso otra vez en ristre, dispuesta a hacer su trabajo. Pero esta vez sería él el penetrado. En un principio Miguel no entendía muy bien que pretendía ella. De inmediato se percató de ello. La negativa fue espontánea. - ¡Yo no soy maricón!-, le espetó. Ella, con paciencia, no le hizo el menor caso y comenzó a acariciarle el ano con ese invento diabólico. Él, no sabiendo cómo, se fue relajando y se dejó llevar, en una mezcla de resignación y curiosidad. Su asombro era que le gustaba esa nueva sensación, nunca antes vivida. Decidió disfrutar del momento. Irene metió poco a poco la polla en el culo, haciendo movimientos cortos que fueron aumentando en intensidad despacio, muy despacio. Miguel estaba alucinando. - Joder, cómo me gusta-, pensaba, con más vergüenza que sorpresa. -¿Seré gay?-, se preguntaba una y otra vez. -Esto no es normal-. Al final accedió a sus sensaciones y fue cuando empezó a disfrutar de verdad. Era un placer distinto, evidentemente, pero que le gustaba muchísimo. Irene, viendo como se desarrollaba le situación, comenzó a ponerse más cachonda aun de lo que estaba. Besaba y chupaba la polla de Miguel a la vez que follaba su culo. Él se movía obligando al miembro de plástico a entrar cada vez más adentro en su culo, aumentando la rapidez de las embestidas. La corrida fue brutal. Las contracciones anales eran bestiales, más placenteras según se iba corriendo. Su polla seguía en forma tras correrse, dispuesta a entrar otra vez en acción. Irene ardía de deseo. Sin decir una palabra, se puso a cuatro patas frente a Miguel y le ofreció su coño y culo mojados y hambrientos. La asió por las caderas y se la introdujo sin miramientos. Comenzó a bombear despacio mientras que le pellizcaba los pezones suavemente. Irene soltaba grititos. El vaivén iba creciendo en fuerza e intensidad. La polla entraba y salía, lo que provocaba más placer aún a ambos. El culo de Irene se abría y cerraba al compás de las embestidas. - Fóllame también por detrás-, parecía decir. No tardó mucho tiempo en percatarse de sus intenciones. Entró con cierta dificultad, aunque sin hacer excesivo daño, puesto que aquello estaba encharcado por los flujos anales. Irene chilló, en un principio por dolor, pero seguidamente de gusto. Ahora era ella quien llevaba el ritmo de la enculada. Clavaba la polla hasta el fondo, gimiendo a cada vaivén. Se inició un turno de follada, de manera que la verga entraba y salía del culo y del coño alternativamente. La excitación era máxima, con un “más, más, sigue, sigue…” continuo y desesperado. Irene tuvo su tercer orgasmo, el mayor de todos, al unísono con Miguel. Tras unos minutos de jadeo y de tomar aliento, ambos se dirigieron a una merecida ducha.
La noche terminó pronto. Cinco horas de sexo podían con cualquiera. Ambos se sumieron en un profundo sueño. A la mañana siguiente, los dos amantes extraños, algo desorientados pero satisfechos, decidieron darse un respiro. Habían pasado de ser unos perfectos desconocidos a actores dignos de una película pornográfica. Había que meditar lo ocurrido. Se irían viendo, sin duda. Pero ante todo, tranquilidad y sosiego. No querían cometer los errores del pasado. Había mucho en juego. De lo que estaban convencidos era de que esa noche sería inolvidable, un muy buen recuerdo de un encuentro entre dos desconocidos que se amaron como nadie.