Javier Zaldivar nos entrega la segunda parte de su truculenta historia. A lo mejor todavía falta del calor que nos prometió pero sin duda algo más de este peculiar encuentro entre Irene, "cuarentona, menudita y bien proporcionada" acosada en su trabajo por un jefe con pocos escrúpulos y Miguel "cuarenta y tantos años, bien llevados, pelo cano, corto, unas patillas y perilla finas y perfectamente recortadas"...
Javier Zaldivar escribió...
A la mañana siguiente, Miguel contactó con la oficina de Irene, y en torno a las dos de la tarde la esperaba en el bar, para devolverle el teléfono. Irene llegó apresurada, cómo no, escupiendo reproches a un tal Alex y pidiendo mil disculpas. Esta vez era ella la que no atinaba a hilvanar dos palabras seguidas, probablemente debido a su torpeza y a su peculiar modo de cortar una conversación. Pasados los apuros propios, esta vez la velada fue más sosegada, y sin atragantamientos. A la salida, midiendo las palabras antes de hablar, Irene le propuso a Miguel una copa en su casa. Daba por hecho que, tras el fiasco del día anterior, encontraría un no por respuesta. Pero Miguel, más consecuente y también menos tímido que el día anterior, accedió a la invitación. Se dieron las señas pertinentes y quedaron para cenar.
La dorada a la sal, especialidad de Irene, cuya receta pasó de generación en generación, estaba a punto. No sabía por qué pero estaba muy nerviosa, inquieta. Hacía muchísimo tiempo que no tenía una cita con un hombre. Tenía un presentimiento. ¿Cuál? Ni la más remota idea. Pero algo le decía que esa noche iba a ser distinta. Distinta, ¿en qué? Sólo pretendía pasar un rato agradable con un tipo del cual sólo conocía su nombre, su estado civil, que conducía una RR y que buscaba trabajo. Un panorama que podría definirse como algo temerario. Eso sí, ella le contó la vida y milagros de su familia y de ella misma desde el principio de los tiempos. -Nunca escarmentarás, guapa. Le cuentas tu vida al primero que pasa por la calle-, se reprochaba una y otra vez.
A las nueve en punto sonó el timbre. Tras la puerta estaba un hombre totalmente diferente al que conoció apenas dos días antes: traje azul oscuro, corbata color salmón, zapatos marrones de estilo italiano, sin gafas, pelo engominado. Lo único que no cambiaba era su perfume. Tras la primera y grata impresión, le invitó a pasar. Traía una botella de vino tinto que, a pesar de ser lerda en cuestiones de caldos, a Irene se le antojó de los caros. Pasaron al salón, discretamente amueblado, sencillo pero acogedor, iluminado tenuemente. En el aire flotaba un aroma a sándalo muy suave. Era una auténtica obsesa de los ambientadores e inciensos. Tras un breve cambio de impresiones, tomaron asiento, uno frente al otro, ante la mesa parcamente decorada, tan sólo ataviada con unos servicios de mesa de Ikea, y una vela perfumada en el centro.
La cena discurrió sin grandes eventos, con una conversación que fue de lo más intrascendente hasta lo más profundo de la teología, tema que fascinaba a Miguel. Irene, profana en lo referente a Dios y todo cuanto le rodeaba, sabía salir airosa de las preguntas, casi siempre sin respuesta, que le formulaba su interlocutor. Curiosamente, la escena propiciaba un cada vez más intenso acercamiento entre ambos. No pasó mucho tiempo cuando Miguel comenzó a acariciar, distraídamente, la mano de Irene. Ésta no rehuía la intención de Miguel de ir más allá, y le correspondía entrelazando sus dedos con los suyos.
2 comentarios:
Bueno, primera parada: las manos...
Esto tiene poca chicha. ¿Dónde está el calentamiento global ese que se anuncia?
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