Así es como me ha pasado nuestro nuevo colaborador su primera entrega, un breve relato que hemos acordado entregar en fascículos. Prefiere el anonimato y, ciertamente, el tono de lo que a continuación escribe, cercano a la novela triple x, si es que existe este género, tal vez merezca tal invisibilidad. A medida que avancéis en la lectura, podréis hacer vuestras cábalas y decidir si ponerle nombre o no, tal vez, y sólo tal vez se desvele su identidad en la próxima fiesta de Navidad, ¿os parece?. Os dejo lo que yo creo podría ser el panteamiento... la temperatura os aseguro sube hasta reventar... Será que tenemos muchos más escritores en el Servicio...
Dice llamarse Javier Zaldivar...
Era un día lluvioso y frío, propio del crudo invierno que azotaba el país. Irene salió del trabajo, como cada día, asqueada y harta de soportar las envestidas reiteradas que su superior le lanzaba. Era algo vomitivo, pensaba ella, algo que ninguna mujer debería consentir. El acoso era continuo, descarado, sin pudor alguno. Irene rondaba la cuarentena, era menudita, bien proporcionada, de esas mujeres que, no siendo un bombonazo, hacían que un hombre la mirara de reojo cuando pasaba a su lado. Lo mejor de ella era su vitalidad y frescura. Siempre tenía una palabra amable para los demás. Su sonrisa era eterna, jamás podría decirse que tuviera un mal día. En su trabajo era buena, muy buena: concienzuda, responsable, agradable con los clientes, eficaz en su labor, con la cabeza sobre los hombros y una mente muy bien amueblada. Era perfecta. Esa perfección sofocaba a su inmediato superior. No podía soportar que aquella chica que un día aterrizó en la oficina, con un pobre curriculum y con escasos méritos académicos, hubiera podido revolucionar la tediosa y aburrida vida que se respiraba en la empresa en sólo ocho meses. A Alex, su jefecillo, le aplastaba esa sensación de usurpación que supuso la incursión de la pueblerina en la oficina. Se sentía desplazado, ninguneado, sólo por el hecho de que ella hacía su trabajo, y lo hacía bien. Y lo peor, carecía de argumentos para poder competir contra ella, sabiendo que en pocos meses, el escalafón superior iba a reclamar los servicios de Irene, de sobra demostrada su valía como técnico de marketing en una empresa dedicada a la venta de productos de automoción.
Los planes de Alex eran tan perversos como estúpidos. Un mobbing salvaje y un acoso sexual sin límites. No encontraba otra manera de hacer frente a la cateta inexperta que se le subió a las barbas con total descaro. Los alardes de su hombría eran continuos, su machismo era asqueroso, su lenguaje, soez hasta el límite, sus roces premeditados y sus miradas repulsivas no tenían fin. Irene lo sabía. Sabía que todo formaba parte de una estratagema exclusivamente para minar su tesón y sus deseos de ser alguien en la vida. Le costó mucho esfuerzo llegar a donde llegó. Nadie le regaló nada. Nadie le dio un empujoncito para seguir adelante. Todo era fruto de su sudor y de horas que le robó al sueño. Y, por supuesto, no estaba dispuesta a claudicar. Tenía la entereza suficiente para acometer las embestidas del baboso que le tocó en suertes como superior. Pero empezaba a flaquear. Las fuerzas no eran infinitas y lo peor, comenzaba a cuestionar su modo de trabajar, claramente influenciado por el acoso diario que sufría. Se sentía culpable de su propia situación. Incluso llegó a plantearse si no sería mejor acceder a los requerimientos de Alex con tal de salir indemne y que el castigo finalizase. Dudaba de su propia convicción como mujer y como ser humano, que sabía y quería desempeñar un trabajo que le apasionaba.
Uno de esos días, al final de la jornada, exhausta y triste como ya era costumbre, fue a comer algo al bar donde solía ir, tras el cual iba al gimnasio, donde vomitaba todo el odio y rencor que llevaba incrustados a fuerza de machacarse en el spinning. Se sentó en su rincón de la barra como todos los días, pidió su Coca-Cola Zero, su plato del día y su café… Ah, bendito café. Era lo mejor del día. Lo paladeaba con placer y fruición. Era su único vicio. Absorta en el clímax culinario, le fue invadiendo un perfume masculino que nunca antes había sentido. Era un aroma diferente, cálido pero con fuerza, muy agradable, distinto. De reojo vio que lo que seguía al olor era una figura masculina, no muy alta, algo gruesa, que se sentaba a su lado. Mientra saboreaba su solo corto no pudo evitar mirar de reojo a aquel hombre. Le pareció atractivo, no guapo. Tenía ese algo que nunca nadie sabe qué es, pero que atrae. Tendría unos cuarenta y tantos años, bien llevados, pelo cano, corto, unas patillas y perilla finas y perfectamente recortadas, sin duda fruto de largos minutos frente al espejo. Vestía de manera informal, con una sudadera gris y unos vaqueros. De su mano pendía un casco que dejó en el taburete de al lado. - Motero, hmmm…-, pensó, - siempre me han gustado los macarras trasnochados que tienen a su moto como amante-. Él también se dedicó a escudriñar a su vecina de barra, con la inocencia propia de un niño, llegando a ser poco menos que descarada la forma que tenía de observarla. Antes de que la situación se hiciera más incómoda, Irene tomó la iniciativa, se presentó y le espetó a bocajarro si le parecía correcto su atuendo. Al pobre hombre le fueron y vinieron los rubores de la cara, no supo contestar y casi se ahogó atragantado con un trozo de tarta de manzana que tomaba de postre. Pasado el trance y, como quien va a recibir un castigo, se disculpó de la manera que supo, más bien torpe, sin saber qué hacer para remediar el entuerto. Irene le observaba fijamente y, de manera espontánea, soltó una carcajada que resonó en todo el local. Aquello desconcertó aún más al extraño. Había algo en él que a Irene le gustaba. Quizá fuera esa aparente bondad que asomaba o el hecho de ver desmoronarse a todo un tipo duro. Ella suavizó las maneras y pidió asimismo disculpas por su modo grosero de entablar una conversación. A su vez, él se recompuso como pudo, tragó saliva y se presentó. Miguel, que así se llamaba, estaba de paso por la ciudad. Bueno, a decir verdad, estaba buscando trabajo. Los tiempos no andaban bien y la empresa para la que trabajaba hasta hacía unas semanas no tuvo otra ocurrencia que plantear un ERE y pasar la guadaña. Total, doscientos y pico despidos entre los que se encontraba él. Como era de esperar, se entabló una conversación de lo más intrascendente, donde no faltó, cómo no, el mal tiempo imperante. Poco a poco la conversación derivó hacia otros derroteros más atractivos. Ella no tenía pareja; no podía ni quería permitírselo. -Ahora no; después, ya veremos-, argumentaba. Él estaba divorciado desde hacía un par de años. Salió escaldado de una relación de más de una década, donde la monotonía era la reina de la casa. En el fondo, seguía queriendo a su exmujer. Pero las cosas no funcionaban. No había diálogo, no había complicidad en la pareja. Eran, básicamente, compañeros de piso. Afortunadamente no tuvieron hijos. Por azares del destino, a él le tocó ser lo que las marujo-beatas oficiales de todo vecindario definen como “no vale para tener hijos”. Una azospermia congénita le privó de descendencia. Quizá fue lo mejor, dadas las circunstancias. Estaba descartada la idea de comenzar una nueva relación. Por supuesto, un buen polvo no se desaprovechaba, pero de ataduras, nada. No sabiendo muy bien cómo, ambos llegaron a un punto en común: la pareja estaba condenada a desaparecer. El ideal de vida era la libertad, un bien muy preciado, cada uno por razones muy dispares, pero con un mismo fin. Cuanto más reafirmaban su anhelo de libertad, más se forjaba su inmadura sintonía que, de un modo casi exponencial, a las dos horas de su encuentro, parecían amigos de la infancia. Entre ambos se gestaba a marchas forzadas un afecto inusitado, brotaba un cariño desmedido para el poco tiempo que cada uno sabía de la existencia del otro. Esto les turbaba. No podían creer que, sin forzar y sin pretenderlo, se habían colado hasta el fondo en sus vidas, sin duda como un hecho irrefutable y es que, al fin y al cabo, estaban solos.
Era cerca de la siete de la tarde. El tiempo había corrido como una exhalación. Fue tal la comodidad que ambos sentían que, si por ellos hubiese sido, el reloj se habría detenido indefinidamente. Pero la triste realidad comenzó a asomar cuando se percataron de que anochecía. La prisa se hizo dueña de la situación y de una manera un tanto estúpida, Irene cogió sus cosas, insistió en pagar la cuenta y se marchó. Así, sin más, sin un “nos veremos en otro momento”, o un “hasta la próxima”… nada… Miguel se quedó estupefacto. No podía comprender cómo una persona que en dos horas le había contado su vida con pelos y señales, de pronto huía despavorida como alma que lleva el diablo. Qué menos que una despedida, por mera educación. Pero, oh Diosa Fortuna, siempre tan esquiva con Miguel, parecía haberle hecho un guiño e ese momento. Con el arrebato, Irene dejó olvidado el móvil en la barra del bar. -Aquí tengo una buena baza-, pensó Miguel. No le fue difícil encontrar el teléfono del trabajo de Irene. Le chocó ver “Cornudo” en la agenda de teléfonos. ¿Cornudo…? -Algún antiguo lío de ésta-, pensó.
Dice llamarse Javier Zaldivar...
Era un día lluvioso y frío, propio del crudo invierno que azotaba el país. Irene salió del trabajo, como cada día, asqueada y harta de soportar las envestidas reiteradas que su superior le lanzaba. Era algo vomitivo, pensaba ella, algo que ninguna mujer debería consentir. El acoso era continuo, descarado, sin pudor alguno. Irene rondaba la cuarentena, era menudita, bien proporcionada, de esas mujeres que, no siendo un bombonazo, hacían que un hombre la mirara de reojo cuando pasaba a su lado. Lo mejor de ella era su vitalidad y frescura. Siempre tenía una palabra amable para los demás. Su sonrisa era eterna, jamás podría decirse que tuviera un mal día. En su trabajo era buena, muy buena: concienzuda, responsable, agradable con los clientes, eficaz en su labor, con la cabeza sobre los hombros y una mente muy bien amueblada. Era perfecta. Esa perfección sofocaba a su inmediato superior. No podía soportar que aquella chica que un día aterrizó en la oficina, con un pobre curriculum y con escasos méritos académicos, hubiera podido revolucionar la tediosa y aburrida vida que se respiraba en la empresa en sólo ocho meses. A Alex, su jefecillo, le aplastaba esa sensación de usurpación que supuso la incursión de la pueblerina en la oficina. Se sentía desplazado, ninguneado, sólo por el hecho de que ella hacía su trabajo, y lo hacía bien. Y lo peor, carecía de argumentos para poder competir contra ella, sabiendo que en pocos meses, el escalafón superior iba a reclamar los servicios de Irene, de sobra demostrada su valía como técnico de marketing en una empresa dedicada a la venta de productos de automoción.
Los planes de Alex eran tan perversos como estúpidos. Un mobbing salvaje y un acoso sexual sin límites. No encontraba otra manera de hacer frente a la cateta inexperta que se le subió a las barbas con total descaro. Los alardes de su hombría eran continuos, su machismo era asqueroso, su lenguaje, soez hasta el límite, sus roces premeditados y sus miradas repulsivas no tenían fin. Irene lo sabía. Sabía que todo formaba parte de una estratagema exclusivamente para minar su tesón y sus deseos de ser alguien en la vida. Le costó mucho esfuerzo llegar a donde llegó. Nadie le regaló nada. Nadie le dio un empujoncito para seguir adelante. Todo era fruto de su sudor y de horas que le robó al sueño. Y, por supuesto, no estaba dispuesta a claudicar. Tenía la entereza suficiente para acometer las embestidas del baboso que le tocó en suertes como superior. Pero empezaba a flaquear. Las fuerzas no eran infinitas y lo peor, comenzaba a cuestionar su modo de trabajar, claramente influenciado por el acoso diario que sufría. Se sentía culpable de su propia situación. Incluso llegó a plantearse si no sería mejor acceder a los requerimientos de Alex con tal de salir indemne y que el castigo finalizase. Dudaba de su propia convicción como mujer y como ser humano, que sabía y quería desempeñar un trabajo que le apasionaba.
Uno de esos días, al final de la jornada, exhausta y triste como ya era costumbre, fue a comer algo al bar donde solía ir, tras el cual iba al gimnasio, donde vomitaba todo el odio y rencor que llevaba incrustados a fuerza de machacarse en el spinning. Se sentó en su rincón de la barra como todos los días, pidió su Coca-Cola Zero, su plato del día y su café… Ah, bendito café. Era lo mejor del día. Lo paladeaba con placer y fruición. Era su único vicio. Absorta en el clímax culinario, le fue invadiendo un perfume masculino que nunca antes había sentido. Era un aroma diferente, cálido pero con fuerza, muy agradable, distinto. De reojo vio que lo que seguía al olor era una figura masculina, no muy alta, algo gruesa, que se sentaba a su lado. Mientra saboreaba su solo corto no pudo evitar mirar de reojo a aquel hombre. Le pareció atractivo, no guapo. Tenía ese algo que nunca nadie sabe qué es, pero que atrae. Tendría unos cuarenta y tantos años, bien llevados, pelo cano, corto, unas patillas y perilla finas y perfectamente recortadas, sin duda fruto de largos minutos frente al espejo. Vestía de manera informal, con una sudadera gris y unos vaqueros. De su mano pendía un casco que dejó en el taburete de al lado. - Motero, hmmm…-, pensó, - siempre me han gustado los macarras trasnochados que tienen a su moto como amante-. Él también se dedicó a escudriñar a su vecina de barra, con la inocencia propia de un niño, llegando a ser poco menos que descarada la forma que tenía de observarla. Antes de que la situación se hiciera más incómoda, Irene tomó la iniciativa, se presentó y le espetó a bocajarro si le parecía correcto su atuendo. Al pobre hombre le fueron y vinieron los rubores de la cara, no supo contestar y casi se ahogó atragantado con un trozo de tarta de manzana que tomaba de postre. Pasado el trance y, como quien va a recibir un castigo, se disculpó de la manera que supo, más bien torpe, sin saber qué hacer para remediar el entuerto. Irene le observaba fijamente y, de manera espontánea, soltó una carcajada que resonó en todo el local. Aquello desconcertó aún más al extraño. Había algo en él que a Irene le gustaba. Quizá fuera esa aparente bondad que asomaba o el hecho de ver desmoronarse a todo un tipo duro. Ella suavizó las maneras y pidió asimismo disculpas por su modo grosero de entablar una conversación. A su vez, él se recompuso como pudo, tragó saliva y se presentó. Miguel, que así se llamaba, estaba de paso por la ciudad. Bueno, a decir verdad, estaba buscando trabajo. Los tiempos no andaban bien y la empresa para la que trabajaba hasta hacía unas semanas no tuvo otra ocurrencia que plantear un ERE y pasar la guadaña. Total, doscientos y pico despidos entre los que se encontraba él. Como era de esperar, se entabló una conversación de lo más intrascendente, donde no faltó, cómo no, el mal tiempo imperante. Poco a poco la conversación derivó hacia otros derroteros más atractivos. Ella no tenía pareja; no podía ni quería permitírselo. -Ahora no; después, ya veremos-, argumentaba. Él estaba divorciado desde hacía un par de años. Salió escaldado de una relación de más de una década, donde la monotonía era la reina de la casa. En el fondo, seguía queriendo a su exmujer. Pero las cosas no funcionaban. No había diálogo, no había complicidad en la pareja. Eran, básicamente, compañeros de piso. Afortunadamente no tuvieron hijos. Por azares del destino, a él le tocó ser lo que las marujo-beatas oficiales de todo vecindario definen como “no vale para tener hijos”. Una azospermia congénita le privó de descendencia. Quizá fue lo mejor, dadas las circunstancias. Estaba descartada la idea de comenzar una nueva relación. Por supuesto, un buen polvo no se desaprovechaba, pero de ataduras, nada. No sabiendo muy bien cómo, ambos llegaron a un punto en común: la pareja estaba condenada a desaparecer. El ideal de vida era la libertad, un bien muy preciado, cada uno por razones muy dispares, pero con un mismo fin. Cuanto más reafirmaban su anhelo de libertad, más se forjaba su inmadura sintonía que, de un modo casi exponencial, a las dos horas de su encuentro, parecían amigos de la infancia. Entre ambos se gestaba a marchas forzadas un afecto inusitado, brotaba un cariño desmedido para el poco tiempo que cada uno sabía de la existencia del otro. Esto les turbaba. No podían creer que, sin forzar y sin pretenderlo, se habían colado hasta el fondo en sus vidas, sin duda como un hecho irrefutable y es que, al fin y al cabo, estaban solos.
Era cerca de la siete de la tarde. El tiempo había corrido como una exhalación. Fue tal la comodidad que ambos sentían que, si por ellos hubiese sido, el reloj se habría detenido indefinidamente. Pero la triste realidad comenzó a asomar cuando se percataron de que anochecía. La prisa se hizo dueña de la situación y de una manera un tanto estúpida, Irene cogió sus cosas, insistió en pagar la cuenta y se marchó. Así, sin más, sin un “nos veremos en otro momento”, o un “hasta la próxima”… nada… Miguel se quedó estupefacto. No podía comprender cómo una persona que en dos horas le había contado su vida con pelos y señales, de pronto huía despavorida como alma que lleva el diablo. Qué menos que una despedida, por mera educación. Pero, oh Diosa Fortuna, siempre tan esquiva con Miguel, parecía haberle hecho un guiño e ese momento. Con el arrebato, Irene dejó olvidado el móvil en la barra del bar. -Aquí tengo una buena baza-, pensó Miguel. No le fue difícil encontrar el teléfono del trabajo de Irene. Le chocó ver “Cornudo” en la agenda de teléfonos. ¿Cornudo…? -Algún antiguo lío de ésta-, pensó.
6 comentarios:
Atónita.
Muy bien escrito, la verdad.
Desenvaina la identidad,je,je.
Si esto os ha parecido bueno, esperar a la siguiente entrega... Y preparar hielo, mucho hielo... BAU
No será para tanto. Pero ponlo pronto, para que veamos si es verdad tanta temperatura.
Momento de gloria..estoy convencid@ que no es el mejor relato que puedes hacer.
!Y Tampoco se trata de volver a escribir "doce cuentos Peregrinos"!. Seguro que escibirás verdaderos "mojones" , antes de dar con algo de lo que te sientas realmente satisfech@. Ta animo a continuar...
Anónimo autor, anónimos comentarios...
Culebrón e intrigas sembradas, qué recogeremos?
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